El cazador del desierto.


-Es igual, te lo cuento -decidió-. No me importa nada contarte cosas; al revés. Resulta que este verano me dio por comprarme una gata. Era una siamesa que vendían tirada de precio en la tienda de un hipermercado. Parecía muy tranquila y me gustó cómo se me quedaba mirando. Eran tres mil pesetas y las tenía, así que volví al día siguiente y me la llevé conmigo. Los primeros meses todo fue bien. La gata era lista y simpática y también cariñosa. Mordía las cortinas y cosas así, pero mi padre para poco en casa y no se fija en esa clase de detalles.La gata tenía buena estampa y unos ojillos perversos y hacía bastante gracia verla. Incluso mi padre llegó a cogerle cariño. La cosa empezó a torcerse a finales de septiembre. Una noche, al ir a rellenárselo, vi que su plato estaba hasta arriba de comida. Pensé que ese día no tendría hambre, pero al día siguiente siguió igual, y al otro. Aunque los gatos no comen tanto como los perros, es muy raro que pasen varios días sin probar nada. Cuando la gata llevaba seis días sin comer, me empecé a preocupar, y dos días después la llevé al veterinario. Le hicieron toda clase de pruebas. Aparentemente no estaba enferma, pero ni siquiera miraba la comida. Intenté obligarla, le di vitaminas, todo lo que me dijeron que hiciera. La gata siguió sin comer y empezó a adelgazar. En tres semanas se quedó esquelética y perdió toda la chispa. Había que llevarla y traerla y sólo quería estar donde hubiera calor, preferiblemente encima de alguien que le quitara el frío que se le había metido en los huesos. Al final ya no era nada más que eso, huesos. La noche en que se murió, maullaba de dolor y temblaba de una forma que te partía el alma. Cuando quise acostarla y arroparla se me escapó y quiso meterse debajo de un mueble. Pensé que quería esconderse allí para que no viéramos cómo sufría, para que el mueble la protegiera de lo que no la podía proteger. La saqué y antes de devolverla a su cesto vi el miedo en sus ojos. A la mañana siguiente estaba muerta. La enterré de noche, al pie del árbol más grande y más verde que pude encontrar. Sabía que solo era un animal muerto y que no tenía sentido, pero quise que descansara debajo de algo fuerte como aquel árbol, algo que le diera la protección que yo no había podido darle.
-El cazador del desierto-

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